Conseguir conservar los alimentos para evitar desperdicios y prolongar su vida útil, han sido una de las incógnitas que ha arrastrado el ser humano desde los albores de la humanidad, ya que lograrlo resultaba crucial para evitar las enfermedades o las intoxicaciones provocadas por el crecimiento de microorganismos en los alimentos “pasados”.
Métodos tradicionales de conservación
En un primer momento pasaron por el uso de aquellos conservantes naturales de los que ya se sabían sus cualidades antimicrobianas como: las salazones, las especias, el hielo, el vinagre, el aceite, el azúcar, la sal, el hielo, los ahumados, o el secado de alimentos al sol.
La mayoría de estas técnicas han llegado hasta nuestros días, no como métodos de conservación si no como técnicas culinarias para conseguir sabores y texturas específicos en ciertos alimentos.
La sal de por sí, tanto en pescados y carnes, impide el crecimiento de microorganismos gracias a la ósmosis, siempre y cuando la concentración de sal sea de al menos un 20%.
Algo parecido sucede con el azúcar, que además de endulzar tiene la capacidad de absorber la humedad de los alimentos y por tanto evitar que se deterioren. Este método se emplea sobre todo para conservar las frutas como las mermeladas o las jaleas.
Los vinagres, usados en las salmueras como la de las aceitunas, permiten alargar la vida últil de los alimentos gracias al ácido acético, que elimina los microbios.
Enterrado, sumergido o en la fresquera
Aunque estas técnicas conservasen los alimentos, alteraban en cierto modo las propiedades o sabores de los productos originales. Por eso, los métodos de refrigeración que se solían usar para evitar la degradación de los alimentos eran: sótanos, congeladores “rústicos”, o en las ya prácticamente desaparecidas fresqueras (despensas colocadas en las partes más frescas de la casa)
En las zonas rurales por donde discurrían ríos, los alimentos que lo permitían, se sumergían en sus frías aguas y mantener así los productos frescos.
La técnica del entierro de los alimentos era otro de los sistemas empleados en la antigüedad y aún sobrevive en nuestros días gracias a ciertas tribus. El frío, la falta de luz y oxígeno, el nivel de pH, conformaban el caldo perfecto para preservar cualquier alimento de su putrefacción.
El origen del frigorífico
Aunque existiesen múltiples técnicas de conservación, en principal reto recaía en encontrar aquel que no modificase el valor nutricional, textura, sabor o consistencia de los alimentos. No fue hasta 1834 cuando el científico Jacob Perkins fabricara y patentara el primer refrigerador que "fabricaba hielo". El invento no tuvo demasiado éxito comercial, pero si que se reconoce a su inventor como el "padre de la refrigeración".
Habría que esperar un poco más, hasta 1876 con Charles Tellier, para que el primer frigorífico, como lo conocemos hoy en día, viese la luz. Se trataba de un modelo muy básicos, apenas unas paredes de madera forradas de corcho o de pizarra a modo de aislante para preservar el frío del hielo en su interior.
La introducción de los refrigeradores no solo mejoró la calidad de vida de las personas, también su dieta al poder almacenar de forma segura alimentos sanos como la fruta, las verduras o los lácteos, evitando intoxicaciones y garantizando la inocuidad de los productos.
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Fuente: COPE
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